25 enero 2009

La culpa, Fermín y la sombra

Como cada noche, cantaba la misma canción para dormirse. La de Dylan. Y cerraba los ojos, bien cerrados, para que llegue el sueño. Lo deseaba con todas sus fuerzas, sentía como ligeramente venía esa sensación de somnolencia y, al poco rato, sentía como también ligeramente se iba. No era fácil la vida en la nueva ciudad, no era fácil desprenderse de todo asi, tan rápidamente... Pero comprendía esa necesidad de hacerlo. No era en vano, o al menos eso se repetía constantemente para si y funcionaba. Eso le daba un poco de fuerzas para seguir adelante.

Cuando abrió los ojos ya era de día y la lluvia amenezaba de una manera tan hermosa como nunca antes lo había visto. Preparó el tazón de té y las tostadas. Luego puso música en sus oidos y salió hacia el trabajo. Eso lo mantenía vivo.

La bicicleta estaba mas liviana esa mañana, pese al viento que antecedía la lluvia, y las cuadras pasaban mas rápido que de costumbre. Eso le hizo ganar tiempo y decidió parar un rato en Plaza "San Martín" a mirar como la ciudad se ponía nuevamente en marcha. Siempre le gustó eso, ver las caras de la gente que, desepcionadamente, volvía a sus lugares de trabajo con gestos duros y mal dormidos. O los que volvían a sus casas luego de la jornada nocturna, con razgos de cansancio pero a la vez relajados de saber que regresaban al hogar y tomarían unos mates con su familia antes de acostarse a descanzar. Los pibes que iban al colegio, los canillitas, los colectiveros ya enojados desde temprano... La ciudad recomenzaba y le gustaba contemplarlo desde allí, desde su mirada lejana y su cuerpo tan al margen de todos... Como de su vida misma.

Siguio rumbo al trabajo. ¡Se había hecho tarde ya! Entró, se preparó el primer café del día, leyó el diario, resolvió el crucigrama y se puso con las obligaciones del día... Papeles y mas papeles le indicaban que la jornada iba a ser dura y que, por ese motivo, iba a pasar rápido. No estaba muy convencido si eso le convenía. El fin de la jornada significaba volver a la pensión, a ese sucio y oscuro paisaje que lo ponía muy nervioso y le hacía venir esos pensamientos de culpa y desesperación...

Aún se preguntaba: ¿Por qué escapé? ¿Es lo mejor que pude haber hecho? Dudaba, siempre dudaba... De todo dudaba. De lo único que estaba seguro era de que nada había cambiado. Solo el paisaje, nada mas. El dolor seguía, la culpa seguía, la desesperación aumentaba.

Llueve, dijo. Y pidió permiso para salir a tomar aire. Caminó, caminó... Sus pies iban solos, como si conocieran el camino. Su cabeza no estaba allí, sino meses atras. En el lugar y el momento preciso donde comenzó todo. Fue en ese instante cuando reapareció su sombra, que había perdido de vista hacia tiempo. Se detuvo a mirarla. Si, era su sombra, nuevamente. ¿A qué habría vuelto? ¿Por qué?

Fue la sombra quien se movió primero, quien empezó a caminar. Él solo la seguia, desesperado, empapado. Caminaba, mas rápido ahora. Sabía, por el rumbo que llevaba, que no iba a volver al trabajo, sino que iba camino de la pensión. Seguia lloviendo, aunque mas leve.

Reparó allí que Fermín, el perro del kioskero, lo había seguido. ¡Cucha Fermín! ¡Vamos! ¡Cucha Fermín! El perro reculó unos metros pero, ya estaban muy lejos. Entonces se acercó, le acarició la cabeza y el animal le lamió la mano. Señal de que seguirían camino juntos. La sombra estaba allí, detenida, no avanzaba y él tampoco. Fermín miraba. La sombra volteó la cabeza, como para mirarlo. Él, muy tranquilo, encendió un cigarrillo y asintió con la cabeza. La sombra volvío a arrancar primero. Detrás salió el, y Fermín en la retaguardia. Toda esa secuencia ocurrió frente a la catedral.

Luego vinieron los gritos, dentro de su cabeza algo gritaba muy fuerte. Tanto que lo aturdía mucho. Una voz, luego mas voces. Muchas, muchas, muchas. ¡Basta!, gritó. ¡Por favor, basta! Volvió a detenerse. dudaba, siempre dudaba... Comenzó a llover mas fuerte, su pelo chorreaba agua y sus lágrimas se confundían con ella. El paisaje era aterrador, ya había comprendido lo que sucedería. Lo que debía hacer. Seguia gritando y se cubria el rostro con las manos. Fermín sollozaba, temblaba. La sombra le acariciaba la cabeza. La ciudad seguia su marcha.

Llegaron, pués, a la pensión del 1027 y 1/2. Entró solo, sin perro ni sombra. Fue directamente al cajon y esta vez no dudó. Sintió, después de mucho tiempo, placer al ver como brotaba la sangre de su cuello y empapaba sus manos que se aferraban fuerte al cuchillo. El mismo con el que la había matado.